Medio ambiente, narcotráfico y crecimiento: los temas del Gobierno de Lula

El nuevo Gobierno brasileño contará con un período de gracia popular de corta data

Luis Domenianni

Triunfo por «la mínima» del expresidente Luiz Inacio da Siva, alias Lula, sobre el actual presidente Jair Bolsonaro para comandar Brasil durante los próximos cuatro años a partir del 1° de enero de 2023.

Un triunfo electoral que muy lejos está de parecerse a un cheque en blanco. En primer término, por la estrechez del margen entre ganador y perdedor, 50,9% a 49,1%. Estrechez que evidencia una fractura por mitades en el electorado brasileño. Redondeando, poco más de 60 millones de votos contra poco más de 58 millones.

Pero, además, porque la representación parlamentaria de los dos grandes bloques de derecha y de izquierda es francamente favorable al primero de los mencionados. En Diputados. «el centrao» -centrón- que conforman el Partido Liberal (PL) del presidente Bolsonaro, el Partido Progresista (PP), el Partido Republicanos y Unión Brasil, totalizan 246 legisladores.

En la vereda del futuro oficialismo, en cambio, la suma de bancas obtenidas por el Partido de los Trabalhadores (PO) del próximo presidente, más el Partido Comunista más el Partido Verde, totaliza solo 80. En otras palabras, la próxima bancada presidencial ni siquiera es suficiente para frenar -108 asientos- el inicio de un juicio político al presidente Lula.

En el caso del Senado, la desproporción es aun mayor. De las 27 bancas en juego -un tercio de la totalidad de 81-, 19 fueron ganadas por la derecha. El PT solo sumó dos a la seis que ya poseía. Las seis restantes fueron para los otros partidos de la izquierda.

En cuanto a los gobernadores, la derecha triunfa en los tres estados más grandes y poblados del país. En Rio de Janeiro y Minas Gerais, ganó en primera vuelta. En San Pablo, en segunda instancia. La compensación del PT fue el Estado de Bahía donde, por primera vez, en la historia brasileña un indígena será gobernador.

El mensaje del presidente electo evidenció un tono conciliador que poco y nada tuvo que ver con las diatribas y acusaciones que uno y otro candidato se prodigaron mutuamente. Lula habló de unidad, de gobernar para todos y de velar por los más necesitados. Nada fuera de lo común que suele decir un presidente al momento de ser elegido,

Más allá de cualquier buena voluntad, para los analistas, el nuevo gobierno brasileño contará con un período de gracia popular de corta data. Su carácter minoritario y una posible intransigencia de parte de la nueva oposición achican los márgenes. Habrá que seguir de cerca el comportamiento del saliente Jair Bolsonaro, de momento sumido en un ruidoso silencio.

Sin dudas, el triunfo del exsindicalista metalúrgico se debió en buena medida a un cierto abandono de su «pasado izquierdista». En la segunda vuelta, abrió el juego a los elementos más centristas de su partido y de sus aliados y hasta intentó llegar a los conservadores con invocaciones religiosas, hasta entonces patrimonio del presidente saliente.

Un centrismo que puede causar desazón entre quienes todavía sueñan con socialismo. De momento, la alegría del triunfo todo abarca. Inclusive la candidatura vicepresidencial de Geraldo Alckmin, ex gobernador de San Pablo, rival anterior de Lula, un hombre del moderado Partido Social Demócrata al que abandonó para afiliarse al Partido Socialista, aliado de Lula.

Como sea, el nuevo gobierno deberá enfrentar no pocos desafíos una vez en el poder.

Desde la cuestión medio ambiental, tema sobre el que los ojos del mundo se posan sobre Brasil, pasando por la lucha contra el narcotráfico, finalizando en la ubicación del país en el mundo bipolar que se avecina, no pocas definiciones aguardan al nuevo presidente.

A favor, la herencia económica positiva de los últimos meses que deja el presidente Bolsonaro, matizada por las desigualdades manifiestas que exhibe siempre el único país de habla portuguesa de América.

Negociaciones

Para gobernar, el presidente electo deberá hacer gala de su talento -por cierto, lo posee- de negociador. Con la mitad más uno de los gobernadores en contra, con ambas cámaras legislativas en franca minoría, con un Tribunal Supremo que hace gala de independencia y con una sociedad que se ha vuelto más conservadora, no la tiene fácil.

Del otro lado, está por ver si Jair Bolsonaro se convierte en el jefe de la oposición -él o alguno de sus hijos- o si prefiere liderar solo la extrema derecha brasileña. Para jefe de la oposición lo acompaña la mitad de los votantes. Un apoyo popular de importancia sobre todo de cara a las expresiones más centristas -el «centrao»- capaces de negociar con el nuevo oficialismo.

Para líder de la extrema derecha, le es suficiente su propio discurso. La demora en aceptar la derrota -aunque de hecho la aceptó al no impugnar el resultado electoral- no le resulta positiva al momento -el período de gracia para el ganador Lula-, aunque puede ser valiosa en el futuro.

El bloqueo de rutas por parte de camioneros y militantes del presidente saliente pone de manifiesto una actitud de confrontación inmediata. La policía rutera informaba sobre cortes en 23 de los 27 estados brasileños. Al afirmar su apego a la Constitución, el presidente saliente no los avala. Ergo: Bolsonaro no es Trump.

No lo es, pero…Cierto que el presidente en ejercicio solicitó el levantamiento del corte de rutas, pero a la vez manifestó su apoyo a «otras movilizaciones» pacíficas. Parece correcto, solo que algunas de esas otras movilizaciones pacíficas se ubicaban a la entrada de los cuarteles para reclamar una intervención militar. Pacíficas pero con objetivos ilegales.

Por completo distinta es la interpretación del triunfo de la centroizquierda en el plano internacional. Un plano donde el presidente Bolsonaro no goza de mayores simpatías. Varios mandatarios o jefes de gobierno europeos apresuraron sus felicitaciones. Lo propio hizo -aunque con el decoro de hablar de la elección limpia- el presidente Joe Biden de Estados Unidos.

Y es que el presidente Bolsonaro reportaba con mayor enjundia a los autoritarismos de turno, en particular, aquellos que basculan hacia la derecha. Amigo del expresidente norteamericano Donald Trump y del actual presidente ruso Vladimir Putin, sus tomas de posición solían alejarlo de las democracias occidentales, en particular, en el tema medioambiental.

En América de habla hispana, el triunfo de Lula es considerado como un nuevo avance izquierdista en un subcontinente que ya presenció recientemente las victorias de Gabriel Boric en Chile y de Gustavo Petro en Colombia. Como Boric y como Petro, el futuro presidente Lula mostrará particular apego a la democracia y a sus formas.

Párrafo aparte merece el Mercosur y, en particular, la relación con Argentina. El nuevo presidente puede intentar desarrollar la entidad del Cono Sur, una tarea que, más allá de las reticencias del presidente Bolsonaro, nunca gozó de avances sustanciales en las últimas dos décadas.

En cuanto a la Argentina, el presidente Lula deberá extremar sus cuidados ante la tendencia del gobierno de Buenos Aires de anteponer sus intereses políticos internos por sobre cualquier acuerdo internacional. La precoz e inaudita presencia del presidente Alberto Fernández en San Pablo para fotografiarse con el electo brasileño, así lo demuestra.

Por último, la relación dentro del BRICS donde Brasil forma parte junto con Rusia, India, China y Sudáfrica, y donde el presidente Bolsonaro se sentía cómodo, dirá mucho sobre las definiciones de política internacional del nuevo presidente.

Medio ambiente

Un punto particularmente sensible de la administración Bolsonaro y de particular expectativa para el nuevo gobierno será la política medioambiental.

Para el gobierno saliente, la influencia del «agrobusiness» -el negocio agropecuario- fue trascendente. La deforestación llevada a cabo para cultivar soja o para alimentar con pastizales al ganado, ganó hectáreas en detrimento de la selva tropical.

En tal sentido, las quejas y los reclamos de ecologistas, verdes y ambientalistas son válidos. El problema es que dicha validez se desdibuja cuando se la tiñe de política partidaria. Mejor dicho, de maniqueísmo político. Así, el saliente Bolsonaro queda como un insensible destructor del ambiente, en tanto que el entrante Lula aparece como su protector.

La verdad, por lo general, se sitúa en un punto medio. Según un estudio de la británica Universidad de Oxford, la deforestación mayor del bosque amazónico ocurrió en el año 2004 con alrededor de 28.000 kilómetros cuadrados.

¿Se lo debe acusar al entonces presidente electo Lula de «peor»? No. Porque salvo en ese año 2004 y en el anterior 2003, la deforestación se redujo hasta alcanzar los 7.000 kilómetros cuadrados en el 2010, su último año de mandato. Por el contrario, en los años Bolsonaro, creció hasta totalizar 13.000 kilómetros cuadrados.

Entonces, ¿Bolsonaro es el gran desforestador? Ni tanto, ni tan poco. Los 13.000 kilómetros del 2021 de Bolsonaro -su peor año-, no alcanzan a la mitad de los 28.000 kilómetros del peor año de Lula. Al revés, el mejor año de Lula – los 7.000 del 2010- es sensiblemente menor frente al mejor de Bolsonaro, con 10.000 kilómetros.

Es posible que el nuevo presidente aplique, con mayor rigor que su antecesor, el código de tierras que rige la actividad. Sancionado en 1934, con cuantiosas modificaciones posteriores, es un código restrictivo que ya amparaba el medio ambiente por aquellos años, cuando la preocupación por el tema era prácticamente inexistente.

Tres son las razones que tornan en «militante» y, por ende, relativizan la realidad al respecto. La primera es internacional, la segunda es indigenista, la tercera es política.

Por la primera, la lucha contra la deforestación amazónica se convirtió en una causa militante del medio ambientalismo mundial. No se trata de todo el Amazonas, sino del Amazonas brasileño. Nadie habla de Bolivia, ni de Perú, ni de Colombia donde la deforestación se utiliza para cultivar árboles de coca. Sí en cambio de los sojeros y de los ganaderos del Brasil.

La segunda razón es indigenista. Ganaderos y sojeros, al menos aquellos con pocos y ningún escrúpulo, no solo deforestan en cuanto pueden -por lo general con la vista gorda o la colaboración de las autoridades- sino que además persiguen a las comunidades originarias que pretenden preservar su modo de vida ancestral.

La tercera razón es política. Radica en la existencia del Partido Verde de Brasil cuya figura histórica es la exministra Marina Silva, excandidata presidencial que obtuvo 19,6 millones de votos en el 2010 y cayó a poco más de 1.000.000 en 2018. Hoy el Partido Verde solo cuenta con 4 de los 513 diputados, pero formará parte del nuevo gobierno.

Narcotráfico y economía

Suele ser no muy mencionado por la izquierda, pero el narcotráfico que infesta Brasil suele estar siempre presente en derredor de los procesos políticos. El debate a resolver siempre consiste en cómo encarar la lucha contra los narcotraficantes. Por lo general, la cuestión siempre se simplifica, cuando no, desde la ideología.

La izquierda antepone razones «sociológicas» y suele hablar de educación, de distribución, de salud en una confusión de conceptos que mezcla cuestiones por cierto atendibles con la actividad delictiva de quienes comercializan y distribuyen la droga. Del lado de la derecha, la simplificación pasa por la mera represión inclusive indiscriminada.

Así, las «razzias» policiales sobre las «favelas» son denostadas por unos y alentadas por otros. Sin duda, los narcotraficantes operan desde dichos barrios de emergencia donde reclutan desocupados a los que utilizan como «dealers» vendedores, buena parte de ellos menores de edad.

Suelen ser los «carne de cañón» en las intervenciones policiales que solo en contadas ocasiones detienen a «mandos medios» del narcotráfico. Así, por ejemplo, en Rio de Janeiro un total de 1.356 muertes ocurrieron durante 2021 en las operaciones antinarcóticos. Un total que puede llevar a pensar en «gatillo fácil» pero también en la expansión del narcotráfico.

Desde la economía, el nuevo gobierno enfrentará una coyuntura mundial particularmente difícil, aunque con datos locales alentadores correspondientes al año 2022.

A precios internacionales constantes, el Producto Interno per Cápita de Brasil alcanzó su tope en 2013 con US$ 15.805 anuales. Fue su valor histórico más alto, verificado durante el tercer año de gobierno de la expresidente Dilma Roussef. De allí en más, tras un «serrucho» en el 2019 cayó en picada en 2020, año de la pandemia.

Fue entonces cuando el PIB per cápita descendió hasta los US$ 14.064 anuales. Pero en el 2021 mejoró para ubicarse en US$ 14.615 anuales, tendencia que todo indica será verificada nuevamente en el 2022.

En 2021, según datos del Banco Mundial -al igual que los correspondientes al PIB-, la inflación fue del 11,1% anual. Variable que viene en caída dada la deflación de los últimos meses. Por ejemplo, setiembre del 2022 muestra una variación interanual de solo 7,2% como resultada de la caída de los precios de 0,6% en julio y a 0,3% en agosto y setiembre.

Datos económicos que el presidente electo Luiz Inacio da Silva deberá tener muy en cuenta a la hora de imaginar una redistribución de ingresos. Brasil deberá crecer para poder achicar la pobreza. Como en todos lados. Algo que muchos por el mundo se niegan a comprender.

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