Por Martín Elgoyhen

¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?

El bellísimo disco Mojones, grabado en el Centro Cultural Kirchner en el año 2021, por Liliana Herrero, Teresa Parodi y Juan Falú, con textos del gran intelectual argentino Horacio González, finaliza con una Vidala, se titula “Vidala de los que no están”, y comienza así: “Quienes somos nosotros, somos lo que cada uno de nosotros podemos decir de nuestro evasivo yo, pero tantos oleajes hay en nuestras conciencias, que de repente se presenta un momento que no tiene repetición ni tiene sumatoria, es cuando podemos decir que hay algo en nosotros que es la ausencia interminable, que sin embargo se sienta conmigo a tomar un café y sale a caminar, por las tardes, invisible y silenciosa conmigo, porque ella es en mí que está, y yo es en ella que estoy, y seguimos juntos caminando, yo y ella, que está, en mí.”
Hoy, sábado 19 de julio, se cumplen dos semanas de la muerte, sí, la muerte, esa palabra que negamos a menudo pronunciar al igual que negamos a menudo tolerar, de Concepción Nélida Papalia, mi querida abuela, Nelly para sus queridos, que nació y vivió en la ciudad de Rojas toda su vida, hija de migrantes italianos, migrantes como todos en este mundo, mujer casada con mi querido abuelo Rubén Omar Elgoyhen, el vasco, el vasquito, quien ya es cenizas en el aire, quien ya es abono para mis nervios, mis venas, mis músculos, mis tendones, mis articulaciones, mis pulmones, mi alma.
Hace aproximadamente un año mi abuela comenzó con un proceso de deterioro cognitivo, y fue internada en un geriátrico local, lo que provocó un profundo dolor en todos, que lo transitamos como pudimos. Ocurrió, justo, en tiempos en que mi querido amigo Juanjo Herranz, periodista de viajes, talentoso escritor Palentino, que ahora vive en Madrid, que conocí viajando por un pequeño pueblo de México, que hasta hace unas horas me dio gentil refugio en su guarida española, y que desde entonces nos queremos mucho, me pidió, en plena crisis existencial por su difícil -y heroica- tarea de intentar (sobre) vivir de lo que ama, de la escritura, que le escriba algo, un cuento, un relato, un ensayo, un poema, una nota abogadil, una carta, un chiste, para publicar en su preciosa revista digital el viaje interminable.com. Desde entonces publico en su newsletter de suscripción paga, y a partir de éste mes junto a él y la bella y talentosa diseñadora mexicana Magnolia Paz escribimos y editamos en formato papel, sí en papel, los tres idiotas quieren dar una batalla perdida contra la tecnología emprendiendo un negocio con seguridad ruinoso, pero que nos convoca en la locura de construir un proyecto colectivo que escape a las normas del mercado, del dinero, del lucro, algo que nos haga bien, algo que nos guste hacer, algo en que podamos creer, en definitiva, se llama Revista 1000 Palabras, e intenta resaltar los matices del idioma castellano con colaboradores de todo el continente latinoamericano y España, por lo que salió a la venta en varios países y en Rojas, mi ciudad natal. Mi primer texto, que sigue publicado en la revista digital “El Cobertizo” -para cubrirnos de la lluvia-, el que escribí con dolor, por el que recibí valiosas críticas, fue dedicado a mi abuela, Nelly, la gorda, la que me enseñó a amar y ser amado, la que hoy no está físicamente pero que acompañará mis pasos hasta el fin. Hoy, dos semanas después de su partida, lo comparto con humildad y cariño en -y con- su pueblo:
«Dónde estaba Dios cuando te fuiste», escribía Discépolo, cantaba Gardel, resonaba en la cabeza de Ana, en forma incesante como un disco rayado. Si Dios existe, pensaba, viene estando distraído o tal vez no soy -decía, con aires narcisistas- muy importante para Él. Lo cierto es que semanas antes de que caiga tras ser delatada, traicionada, por dos de sus fieles, fieles hasta la traición, claro está, Ana buscaba a Dios en forma infatigable, ya no importaban los años, ni los achaques físicos, ella obsesiva lo buscaba y no precisamente bajo de las piedras, iba a su mismísima casa varias veces al día, sin respeto a los horarios de sus huéspedes, total, ella no buscaba intermediarios, esos simples mortales con sotana y rezo repetido, quería sentarse a charlar en forma directa con el Supremo, el que no descansa, el que está en todas partes pero últimamente, en ninguna. La charla que pretendía tener no respetaría títulos eclesiásticos, sería de igual a igual, mano a mano.
Según versiones verificables las visitas comenzaban desde las 5 am y se extendían durante todo el día. Para llegar a su casa -una de sus miles- practicaba diferentes trayectos, lo que significaba modificar el recorrido yendo por diferentes caminos, diferentes veredas, diferentes baldosas, inclusive por las calles transitadas por automóviles, cuyos conductores la saludaban con desafinadas bocinas e insultos reverenciales. Las posibles variantes de sus recorridos la llevaban a un número matemático tan elevado que sus años de vida que le quedan, manteniendo su rutina diaria, no podría ni recorrer un decimal de las variantes posibles, dificultando aún más su anhelado encuentro. Para que se dé lo tan ansiado a esta altura dependía científicamente del azar, la pura casualidad, un acto mágico, decía, con la solvencia que sólo tiene quien ha vivido lo suficiente: «los caminos a su encuentro son dispares, infinitos, sinuosos, cambian constantemente, solo así…», decía, con las manos hacia adelante, girándolas hacia el cielo, levantando sus cejas, con un tono tanguero, reverencial, «puedes acercar tu alma…», dejando un silencio enigmático, incómodo, imposible.
La obstinación de Ana, radicaba, sospechan, en su descontento por sus penurias, ausencias, sentidos, entre otras miserias. Es que hacía unos años, había fallecido su compañero, la vida, decía, se construye con sentidos, y ése había sido uno de 72 años. Seguir viviendo sin tu amor, no era solo una bella canción que Spinetta se hartó de cantar, era una pregunta que interpelaba la vida de Ana, y generaba una respuesta inmediata ni bien se la interrogaba con la pregunta más casual, más ridícula: -¿Como estás? -Lo extraño, contestaba Ana, sin dejar siquiera que la pregunta finalice, se aplaque, conserve ese silencio preciso, elemental para cualquier persona que debe pensar sobre su estado unos segundos antes de comenzar una charla, y mirando para arriba, juntando sus manos como invocando un rezo, un suspiro, un amor, y casi instintivamente, decía -“es injusto ésto…”, como queriendo reclamar justicia a la muerte por llevárselo o a la vida por hacerle acumular horas, minutos, segundos de sobra, ciñendo sus cejas, arrugando la frente con montículos de arrugas, como olas del Pacífico a punto estallar sobre su rostro para otorgarle alivio tanta expresión de angustia.
El amor, decía Ana, era de lo más difícil de la vida, y su vida había perdido su principal sentido, mientras seguidamente recitaba, imitando a Violeta Parra: “Que pena siente el alma cuando la suerte impía se opone a los deseos que anhela”. Ya no quedaba tiempo, o el tiempo que le quedaba no le encontraba uno que valga la pena.
Previo a su detención, Ana se comportó en forma errática, es decir, sus comportamientos rápidamente llamaron la atención de sus vecinos, que álgidos de novedades, con mirada entrenada, cotejaban desde el zaguán o el banquito de sus veredas, cualquier acontecimiento que modificara su predecible cotidianidad, y las caminatas diarias, erráticas de Ana, lo eran. La voz empezó a correr, las sospechas se multiplicaron, solo faltaba para el desenlace, la denuncia.
Ana escucha sirenas, presume lo peor, se encuentra desnuda, caminando con desconsuelo por los márgenes de su pueblo, recuerda a un viejo ciego, a esa daga desnuda, a Dhalmann acometiendo, vé el horizonte, vé la inmensidad de la Pampa Bonaerense, vé su destino, lejano, imposible, vé un sauce longevo que la invita a descansar. Ana ya no escucha sirenas, aunque se acercan, Ana oye al viento tocar una zamba mientras el sol le acaricia su rostro, pintando cerros, montañas, riscos con majestuosas sombras.
La televisión luce sin sonido, su zócalo sentencia «El que las hace las paga», se observa a la ministra de seguridad en conferencia de prensa en visible estado de ebriedad anunciando la captura de dos jóvenes migrantes de nacionalidad chilena con cinco gramos de marihuana. La pared está agrietada por una línea irregular, Ana se encuentra ahí, como un velero amarrado al oleaje de su existencia, mirando incansablemente mientras habla, por momentos, un idioma incomprensible, salvo para algunas de sus compañeras de encierro, que asienten con estupor las certezas cotidianas. Parece ser que el tiempo -la gravedad y/o la ausencia humana- tiende a dañar los cimientos, aparecen grietas, vegetación, insectos, hasta que finalmente termine siendo todo un montón de escombros tapados por su vegetación autóctona, nadie contrata como arquitecto a Lahori, con pretensión de perdurar en pie por la eternidad, generalmente se piensa en unos años que alcancen para una vida, unos cincuenta, cien años, mantenimiento mediante. La pared a la que mira Ana muestra señales de deterioro, las grietas filtran humedad y la humedad dibujos violáceos, de diferentes formas, que cambian con los días, que están vivos, que dicen cosas, fascinantes, al menos para Ana que con su mirada coteja, y con sus labios, sin emitir sonido, canta: «Qué amargas son las horas, de la existencia mía, sin olvidar tus ojos, sin escuchar tu voz», dando golpecitos en el aire con su mano izquierda, dirigiendo una orquesta invisible para todos, menos para ella, que les marca el pulso, que la acompañan, solo ahí, en ese instante, mientras dura la música, logra calmar sus pensamientos, sus cavilaciones incesantes, que giran, ni bien finaliza la canción, como un espiral enloquecedor. Ana vive en su infancia, ve a sus padres, habla con ellos en italiano, un idioma que había olvidado, juega con una muñeca sucia, se encuentra descalza, no tuvo zapatos hasta el General, no responde al llamado de nadie, su tiempo se acaba, es necesario ser eficiente, saberlo usar, recordar lo importante, aferrarse a ello, una y otra vez, no hay otra cosa, la miro, no me reconoce, su cuerpo, sus ojos, su mente está en otra parte, su mirada sigue absorta, fija a la mancha de la pared, imperturbable, insisto, la pongo frente a mí, me desespero, de mis ojos caen lágrimas, muchas, interminables, no las puedo contener, le pido, llorando, una radio a una enfermera, sintonizo torpemente, se escucha tormenta, lluvia, sin cesar, no hay buena frecuencia hasta que gracias al azar, o a Dios, nítidamente suena un tango, es Gardel, canta, cada día mejor, “Acaríciame en sueños, el suave murmullo, de tu suspirar…”, Ana, mejor dicho, Néli, mi abuela, escucha al zorzal, levanta la cabeza, abre su boca y su humanidad, se pone las dos manos en el pecho, me mira con infinita ternura y dice: «negrito, escucha eso».

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