Nicolás Baccaro
Se cumplen 100 días desde el 10 de diciembre, fecha del inicio formal del Gobierno de Javier Milei. Diagonales elaboró una serie especial en la que se recogen aspectos fundamentales de estos poco más de tres meses de gestión libertaria. La caída en picada de la actividad económica, el desplome de los salarios, la inflación más alta en tres décadas y la brutalidad del recorte de las jubilaciones fueron elementos de una lista que podría ser más extensa. Los recortes a la educación, a la ciencia, los ataques contra el arte y la cultura, la parafernalia de la represión otra vez como signo de gobierno, las horas en Twitter por día del presidente o la inabarcable cantidad de enemigos que se fue ganando con sus insultos permanentes, pueden integrar tranquilamente el catálogo de particularidades del experimento libertario.
De todo lo que podría decirse y enumerarse sobre la Argentina de Milei hay, sin embargo, un rasgo que resalta por atravesar transversalmente a todos los demás y que representa sin dudas la peor novedad del escenario político y social. Con su llegada al poder, Milei desató el imperio de la crueldad.
El escritor y docente argentino Martín Kohan sintetizó en una entrevista reciente con Futurock el más triste de los aspectos distintivos de la Argentina actual. “La crueldad está de moda” sentenció, explicando el gesto permanente del presidente de infringir dolor y regodearse por ello. La frase surgió mientras el escritor analizaba el discurso de Milei en la apertura de sesiones del Congreso, donde dijo que “si hubiéramos manejado la pandemia como un país mediocre tendríamos 30.000 muertos, de verdad, y no 130.000”.
Para Kohan, la puesta en duda casi lateral de la cifra de detenidos desaparecidos por la última dictadura cívico-militar no llega a ser ni una discusión de ideas ni una batalla cultural. No hay debate porque no hay diálogo, no hay espacio para la argumentación y la contra argumentación, explica el escritor, sino que simplemente existe una pulsión constante en Milei por ejercer violencia para con otros y encontrar en ello algún tipo de satisfacción. Ese gesto, validado por la más alta autoridad institucional, se derrama en la sociedad como una actitud ya no solamente posible sino deseable. Hoy garpa ser cruel.
La polarización y la confrontación política están lejos de ser novedades en la idiosincrasia argentina. Desde la ruptura del kirchnerismo con el establishment económico y mediático tras la 125, aquello que hábilmente un sector denominó “la grieta” para incentivarla y hacer millones con ella, fue sin dudas el elemento más característico de la sociedad en la últimas décadas. Sin embargo, a uno y otro lado de esa grieta se promulgaban ideas luminosas. “La patria es el otro” o “el amor vence al odio”, se decía de un lado. “La revolución de la alegría” o “sí se puede” se respondía del otro. No es que no hubiera enfrentamiento, pero el enfrentamiento era político y el mensaje hacia la sociedad, al menos en las formas, era el de la persecución de una Argentina más armoniosa.
También eso rompió Milei, un emergente de las frustraciones que esa “grieta” generó, así como también de una dinámica de violencia irresponsable y sin percepción alguna del otro muy propia de las redes sociales, con Twitter como su máxima expresión. A Milei no le importa ni le interesa encarnar un mensaje positivo, de algún tipo de reconciliación social. Su ADN es lo destructivo y su actitud permanente es la agresión y crueldad para con cualquiera que ose expresarse en un sentido diferente al suyo.
«A MILEI NO LE IMPORTA NI LE INTERESA ENCARNAR UN MENSAJE POSITIVO. SU ADN ES LO DESTRUCTIVO Y SU ACTITUD PERMANENTE ES LA AGRESIÓN Y CRUELDAD».
La lista de agredidos es interminable en un presidente que dedica en un promedio de entre dos y cuatro horas por día a replicar en sus redes los ataques que su ejército de trolls reparte a diestra y siniestra. Los motivos no resultan importantes, y pueden ir desde la declaración de un artista hasta el posicionamiento político de un legislador.
Quizás el punto de partida pueda trazarse ese mismo 10 de diciembre, en el que por primera vez un presidente eligió darle la espalda al Congreso en su mensaje de asunción. El desprecio de Milei por los políticos tomaba nuevo cuerpo en su etapa de presidente, y volvió a repetirse poco después con los agravios a gobernadores y diputados tras la caída de la ley ómnibus. La semana pasada hubo un nuevo revival cuando el Senado rechazó su mega DNU.
Pero la violencia de Milei y su crueldad para ejercerla sobrepasan por mucho el ámbito de la política. El caso Lali Espósito fue el más resonante de los múltiples ataques a personalidades del arte y la cultura. Periodistas de todos los medios también sufrieron sus embates, mostrando que no hay distinción ideológica a la hora de ejecutar sus impulsos agresivos cuando algo lo molesta.
La utilización del síndrome de down para atacar a “nachito” Torres, el gobernador de Chubut, en su discusión por la quita de coparticipación a la provincia; la burla frente a los alumnos desmayados en el colegio Cardenal Copello, donde además abundó en bromas totalmente fuera de lugar y en una violenta bajada de línea ideológica frente a los estudiantes; el trolleo que el propio presidente compartió contra una de sus maestras, que tuvo el “atrevimiento” de decir aquel día en cámara que le pediría que aliviane un poco la situación de los jubilados; son ejemplos que se acumulan uno sobre otro de una falta de sensibilidad y registro del otro que resulta preocupante, por ser el presidente de la nación quien las encarna, y por lo que habilitan hacia abajo en la sociedad.
La actitud de Milei de mostrarse como alguien superior frente a los demás, que “no la ven”, de dar por asumido que quien tiene un pensamiento político distinto es un “zurdito de mierda” y que no entiende nada, genera un clima muy denso que cada vez se hace más peligroso en una sociedad atravesada por una extensa y profunda crisis económica. Con el diálogo clausurado como vía de resolución de diferencias, y frente al ejemplo del presidente parándose como un iluminado contra a toda la “casta” que sólo quiere conservar privilegios, resulta totalmente lógico que una importante porción de la sociedad que lo apoya se sienta habilitada a pisotear al resto simplemente por ubicarlo entre los del bando de enfrente.
La celebración del cierre de dependencias del Estado y de despidos masivos por muchos ciudadanos, que probablemente no tienen ni la menor idea de quiénes son las personas y las familias que se quedan sin un ingreso, no puede menos que llamarnos la atención como sociedad. Se puede estar en las antípodas del pensamiento político o ideológico, pero festejar que la gente se quede sin trabajo no tiene otra explicación que la crueldad. Y basta que el Gobierno lance alguno de sus fuegos de artificio, como el cierre de Télam o el Inadi, para que miles se regocijen por ello en las redes e incluso hasta elijan ir a ponerle el cuerpo a ese festejo.
«FESTEJAR QUE LA GENTE SE QUEDE SIN TRABAJO NO TIENE OTRA EXPLICACIÓN QUE LA CRUELDAD»
Qué puede esperarse, por otro lado, cuando el ejemplo es el de un Gobierno donde sus más altos funcionarios estigmatizan permanentemente a quienes piensan diferente, responsabilizándolos de todos los males de la Argentina, y con especial dureza si provienen de sectores populares. El caso del ataque contra la diputada y referente social Natalia Zaracho, a quien la Canciller Diana Mondino y los periodistas adictos al Gobierno fustigaron por no tener el secundario completo, ejemplifica el planteo de Kohan. No hay allí un debate de ideas, ni una batalla cultural, porque no hay un idea y vuelta entre posiciones diferentes. Simplemente se recurre a la agresión por la agresión en sí misma, porque así entiende el Gobierno que refuerza su base de representación.
Recientemente transcurrió un nuevo 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora. El oficialismo no planteó un debate, una discusión sobre los feminismos y sus límites, sobre otros marcos interpretativos para pensar la perspectiva de género, etc. Ese mismo día, en una de sus cientos ya de provocaciones, cambió el nombre del Salón de las Mujeres de la Casa Rosada por el de “Salón de los Próceres”.
Lo comunicó con un video institucional donde se muestra que todos los próceres ubicados en sus paredes son varones, y resaltan los momentos en los que se tapan las figuras de Juana Azurduy y Evita, en un ejercicio de violencia simbólica absolutamente innecesario y que tampoco se explica si no es desde la crueldad. Por supuesto, no faltaron los militantes libertarios que se acercaron a marchas en distintos puntos del país a provocar y agredir a las manifestantes, impulsados por el ejemplo de su dirigencia política. En las vísperas de un nuevo 24 de marzo, ¿qué puede esperarse del Gobierno para un día tan sensible y caro a la memoria y el sentir de los argentinos?
La crueldad está de moda y eso es un fenómeno que excede al Gobierno e incluso a la Argentina. La novedad es que haya un presidente y un Gobierno que haga de la crueldad su marca distintiva, que no le proponga a su población otra cosa más que odiar al diferente, al que piensa distinto, creerse “superiores moral y estéticamente”, como supo decir el propio Milei, y ejercer desde allí violencia simbólica y verbal habilitados por el contexto. La pregunta que debería obsesionar a toda la dirigencia política y social hoy por hoy es: ¿cuál es el límite en la Argentina de la crueldad?
Por ahora no abundan los hechos en los que esa crueldad y la violencia simbólica se hayan traducido a violencia física. Pero, ¿cuánto falta para eso? De fondo, lo que se pone en cuestión es la noción misma de comunidad, de algo común que nos une como argentinos más allá de nuestras diferencias. El ataque constante e incansable a lo público conlleva un intento por instalar el más descarnado individualismo, donde el otro no signifique nada más que un posible cliente o un posible agresor.
La caridad, la empatía, la preocupación por el bienestar social se desdibujan como ejemplos para las nuevas generaciones, que crecen con las fantasías de mercado y el éxito individual, que implica ser más que los demás, como discursos imperantes. ¿Dónde nos conduce esta Argentina de Milei, la Argentina de la crueldad? La preocupación no debería ser menor frente a una sociedad que así como supo gritar “nunca más”, también escribió “viva el cáncer” y dijo “algo habrán hecho”.
Una Argentina en común o una Argentina fragmentada es la gran disyuntiva que Javier Milei puso sobre la mesa con una virulencia inesperada. Cultivar la empatía en tiempos de crueldad es la tarea política y social ineludible e imperiosa.